En la primaria siempre me junté con niños. Era la única mujer en su bandita. Aunque no niego que me gustaba jugar con muñecas, cuando se refería a jugar en grupos, siempre consideré muchos más divertidos los juegos propios de los hombres.
Mis papás, cuando fue momento, decidieron cambiarme de escuela para la secundaria. La elección fue un colegio de monjas y sólo para mujeres.
Como suele ser tradición en ese tipo de escuelas, todos los años nos llevaban a un retiro espiritual con el propósito de acercarnos más a la palabra de Dios y al Todopoderoso himself. Los primeros dos años, el dichoso evento duraba un día, de mañana a noche. En tercero la cosa cambiaba, pues se trataba de un fin de semana, comenzando el viernes y regresando el domingo ya por la noche.
Para ser honestos, por mucho que me molestaban esos shows y costumbres plagados del más nebuloso cristianismo, ése viaje sí me tenía contenta. No, no es que tuviese la esperanza de que el Señor ahora sí llegase a tocar mi corazón (agghh, cómo me chocaba esa frase tan usada por las monjas), sino que era la perfecta ocasión para pasar un fin de semana lejos de casa y en compañía de mis amigas, cosa que se antojaba casi imposible a mis catorce años.
Lo único que teníamos que llevar era nuestra ropa (previo pago, desde luego, de una “módica” cantidad monetaria por los gastos propios del viaje), estaba expresamente prohibido llevar radios, walkmans (sí, todavía eran épocas de ésos antiquísimos aparatos), relojes, libros, revistas y, en general, cualquier otro medio que pudiese alejarnos de la vocación religiosa propia de la ocasión. Yo fui más previsora, así que llevé dos maletas: una con mi ropa, sábanas y cobijas; y otra repleta de comida, papitas, pastelitos, refrescos, agua, una botella de ron que había robado de la alacena de la casa y una televisión portátil del tamaño de un walkman.
En cuanto llegamos al humilde (jajajaja) convento que tenía alberca, iglesia propia y una manzana de extensión en Atizapan, nos enseñaron nuestros dormitorios. Era un cuarto gigante, largo, con camas distribuidas como si de sala de emergencias de hospital se tratase. Curiosamente, los lugares ya estaban asignados, y evidentemente, a mi grupo de amigas (que solíamos ser las que iniciaban los alborotos) nos habían puesto en camas totalmente distantes. Me apresuré a entrar para cambiar la ubicación de las asignaciones.
Una vez instaladas, bajamos a cenar. Mi presentimiento respecto a la comida no fue equivocado. Era verdaderamente una mierda. Así que decidí donar mis sagrados alimentos a quien los quisiese. No importaba, yo tenía una pequeña despensa bajo mi cama.
Durante la cena, el obligado plan de escape para ir a recorrer el convento de noche, no se hizo esperar. Se trazó la estrategia de entrada y salida del dormitorio y la ruta a seguir durante la ronda.
De regreso en la habitación, nos escurrimos a un apartado que se encontraba vacío con las maletas de las provisiones. Cenamos y empezamos a brindar con el ron que me robe. Pocos tragos necesitamos para emborracharnos, pues como resulta lógico, poco curtidas estábamos en las artes del alcohol. Guardamos todas nuevamente, ya mareadas. El siguiente paso, era escapar.
No contamos con que la ventana más cercana estaba en la “parcela” de Rosita, una niña cándida y sumisa (de ésas que todo mundo agarraba de su pendeja,) que no veía con muy buenos ojos nuestras andanzas, pero que no se metía con nosotros. A ella se le hizo demasiada peligrosa la empresa y, para a su modo protegernos, nos negó el paso. Comenzamos a disuadirla de que no lo era, pero Rosita se negaba nuevamente. De tal suerte, considerando que ya andábamos medias ebrias, las voces se elevaron poco a poco. En un instante apareció Sor Ardi frente a nosotros, armando tremendo pancho y amenazando con llamar un taxi para regresarnos a nuestras casas esa misma noche. Tuvimos que poner cara de niñas buenas, implorar tolerancia y prometer que el desastre no se repetiría.
Al día siguiente, bajamos a desayunar. Yo preferí atacar la maleta de víveres antes de bajar al comedor. Después, nos llevaron al salón donde se llevarían a cabo las actividades, que como se encontraba lejos del resto del convento, tenía un baño cerca en medio de la nada.
No té que Rosita se metió al baño antes de entrar al salón. Como no había mucha gente viendo, decidí vengar la mala pasada que nos había jugado la noche anterior, por lo que en un ágil movimiento, sin que ella se diera cuenta, puse la traba que se encontraba por afuera y la dejé encerrada. Horas después, empecé a correr el rumor de que alguien se había enfermado del estómago y que había dejado el baño hecho una asquerosidad, por lo que era mejor ir hasta alguno de los baños del convento, en caso de ser necesario. Nadie dudó de mi dicho.
A la hora de la comida, una de mis amigas encontró unos lentes que una monja había dejado por descuido en el comedor. Argumentando que eran de su graduación, los guardó para sí. Después empecé a aventar a mis compañeras las papas que habían servido como guarnición con la comida, que eran bastante duras. Se desató la guerra de comida. Una vez que la lanzadera de alimentos se encontraba en su apogeo, aproveché para escurrirme nuevamente a mi dormitorio para comer algo. Plan perfecto: mi ausencia me hacía inimputable de la autoría de la batalla. También aproveché el momento para hacer intercambios de ropa interior en las maletas de mis compañeritas. Todas fueron reprendidas esa tarde y Rosita, quien seguía en el baño, no comió. Supongo que para esa hora, ya se habría cansado de gritar sin que nadie la escuchase.
Como todas regresaron muy calladitas al salón después de la gritoniza que las madres les pusieron, Rosita jamás oyó su cercanía, y permaneció en silencio. A eso de las 7 de la noche, nos liberaron de las actividades. Pensé en dejar a Rosita encerrada toda la noche, pero mi parte noble me lo impidió, por lo que me acerqué al baño haciendo ruido enorme a modo de que Rosita oyera. Inmediatamente comenzó a gritar. Me paré enfrente de la puerta del baño, solté las últimas risas que pude y después abrí con cara de absoluta preocupación.
Profana: No manches, Rosita. Dónde te has metido? hemos estado súper preocupadas por ti!
Rosita: No, Profanita, es que alguien me encerró en el baño. Y estuve gritando un buen rato, pero como estaban en el salón, nadie me escuchaba.
Profanita: No mames Rosita, qué poca madre! Viste quién fue quien te encerró? Ahora mismo la pongo en su lugar.
Rosita: No, no supe quién fue. En cuanto me metí, sólo oí el portazo, pero no vi nada. Bendito Dios que me has encontrado, me has salvado.
Profana: (con actitud redentora) Si Rosita. Imagina si no hubiese venido yo, hubieras pasado la noche aquí. Vamos pobrecilla, debes morir de hambre. (jajaja, a huevo, estoy a salvo otra vez!)
La cena, para variar, era un asco. Recuerdo bien que era una sopa de aguacate, que era más bien agua con trozos de aguacate. Me resistí a comerla, así que con cara de solidaridad, fui a ofrecerle mi cena a Rosita, quien traía un hambre feroz. Comió la sopa con velocidad extraordinaria. Después nos interrogaron por los lentes que se le habían extraviado a una de las habitantes del convento. La ladrona negó conocimiento de tal hecho, no obstante traer puestas precisamente esas gafas.
Como el plan de escape se había truncado nuevamente por la susceptibilidad que Rosita traía en ese momento, me puse a ver tele. Supongo que algunos ruidos hicieron que mis compañeritas despertaran y fueran a dar el parte policiaco a Sor Ardilla. En cuanto escuché a la monja entrar buscando el culpable, apagué la tele y la deslicé por el suelo al apartado de Rosita. En cuanto encontraron el aparato, regañaron públicamente a la indiciada púber, quien se defendía alegando que la tele no era suya. Sor Ardilla no le creyó, pero confiscó el objeto del contrabando.
No sabría decir a la fecha si fue el susto, el enojo, la mala calidad de los alimentos o la cantidad y velocidad con que Rosita los ingirió; pero a media noche, escuché cómo se salía con apuro de la cama y había entrado al baño del dormitorio dando un nada discreto azotón de puerta. Tras escuchar del otro lado una sinfonía de extraños ruidos estomacales, empecé a preguntar a Rosita, con voz de consternación pero lo suficientemente fuerte para que todos me oyeran, si le había dado chorro. Poco tiempo tardaron todas en despertar para mofarse de la buena Rosita, quien se negaba a salir del baño, mezcla de pena y de aflicción por seguir sin sentirse del todo bien.
Al día siguiente, conversé con Sor Ardi. Le expliqué que yo había llevado la tele para verla en el camión, pero no durante el retiro. Asimismo, le dije que Rosita me la había pedido prestada bajo el pretexto de nunca haber visto antes una televisión de ese tipo; le juré que, de haber sabido que Rosita me la había solicitado con el fin de quebrantar las normas que nos habían impuesto, jamás habría considerado enseñársela siquiera. La monja me devolvió mi preciado bien. Por último, solicité a la monja no regañarla por haberme comprometido con sus faltas de disciplina, pues ya la diarrea de la que era víctima la pobre Rosita, constituía suficiente castigo. La Sor aceptó de buena gana, reconociendo al mismo tiempo mi empatía para con la sufrida compañera. Así me salvé de que Rosita supiera que la que le había puesto la trampa fui yo.
Mientras regresábamos en el camión hacia la ciudad, Rosita fue objeto de cada una de las burlas que pudieron hacerse por motivo de su diarrea; esa burla se prolongó por varios meses. Yo no me acerqué tanto a Dios Nuestro Señor como las monjas lo hubieran querido, pero me divertí como pocas veces lo había hecho. Fue un viaje memorable!
Los lentes de la monja nunca aparecieron; pero ninguna monja fue herida ése fin de semana.
Rosita, hasta el último día de clases, me continuó agradeciendo haberla salvado y liberado de aquélla ocasión en que estuvo encerrada en el baño.
¿Todavía sigue vivo esto? (o la recapitulación del bloguero entusiasta)
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No sé qué pasó.
O sí sé pero no quiero recordarlo. El caso es que dejé en suspenso este
blog y me dediqué durante una década a seguirlo en Wordpress
Co...
Hace 4 meses