jueves, octubre 15, 2009

Contención

Me gusta la gente que puede desgarrarse las vestiduras; la que puede hacer tratados de sus muchos y muy variados sufrimientos; las que son capaces de discurrir sobre la misma observación o hecho en incontables ocasiones sin el menor asomo de pena, aún ante el interlocutor –más bien el espectador- que de tanto escuchar la misma historia podría recitarla al unísono y que, no obstante lo anterior, todavía guarda el buen gusto de disimular sus bostezos. Me gusta la gente que pregunta por tu vida dejándote pronunciar acaso una o dos frases juntas para luego, con la mayor y más fina de las pericias, dibujar a detalle el laberíntico mapa de los males que le aquejan. La repetición de nombres. Las plegarias a las deidades. La sobreadjetivación del detalle más nimio. La irrefutable psicosis maniaco depresiva y sus transiciones. Los reclamos. Los detalles informativos que se suceden en la justa proporción para no dejar datos de fuera pero que tampoco permiten que se cuele dato disímbolo al duelo.

Me sorprende su acrobacia e histrionismo, me provoca mayor deleite que tanta teatralidad pierda impacto a punta de repetición y que ello no sea óbice para que se continúe la función porque es el deber. Admiro la expresión de las reacciones impulsivas más genuinas ejecutadas con absoluta perfección de tanto ensayo de los gestos, las posiciones de las manos y el previsible desvío de la mirada selectivamente perdida. Me gustan los chubascos que a discreción hacen emanar de sus ojos sin importar en dónde o con quién se encuentren y el quebranto de voz que lo precede.

Celebro la perfecta coexistencia de su sentimentalismo y su insensibilidad. Me he detenido al impulso de ovacionar de pie la descarada declaración de fastidio y hueva que les provoca una persona que pasa por un mal momento, su pregón por lo incómodo que resulta la tristeza o la intensidad de un tercero y el hastío que les causa. Hay que ganar la partida de ajedrez que no sabían que jugaban: calificar con aire de superioridad como insignificante la pena ajena –mover al rey -, comparar situaciones para volver insustancial el relato competidor –gran enroque, jaque-, llorar, proclamar la miseria con la vista puesta al cielo- la reina avanza, jaque mate-.

La razón de que esto -que a muchas personas les pueda parecer bajo (que lo es, lo es)- no me desagrade del todo es que, en cierta forma, me causa envidia. A mi me funciona mucho más el hermetismo, contar mis penas con un toque entre irónico e hilarante, alejándome lo más posible de disertaciones emotivas. Prefiero honrar un buen dolor con silencio más que con lamentos. He aprendido a aprisionar el llanto tan bien, que rara vez sale a mi encuentro. La única forma en que puedo sentirme cómoda enredándome entre mis ideas es frente a un total extraño al que le pague para escucharme, generalmente loqueros (aunque pensándolo, no estaría mal incursionar en el terreno de los prostitutos), no por otra razón sino precisamente la de que ése es el servicio que prestan. Admiro al actor teatral de drama porque se precisa vocación, inmensurable coraje, sentido de oportunidad para divisar oyentes y de inoportunidad para empezar el discurso, persistencia al ser carrera de toda la vida; todas ellas, hermosas virtudes de las que carezco.

Hace un tiempo tuve el brazo izquierdo dormido por una semana. Después de descartar que sufría un ataque al corazón de a poco, alguien me sugirió visitar a un acupunturista. Así lo hice. Me dijo que tenía un bloqueo emocional y que necesitaba seis sesiones para arreglar el asunto físico y energético. El brazo dejó de hormiguear después de la segunda vez que fui al consultorio. Después de la tercera visita quedé con una tristeza sólo equiparable a la de un emo de la Glorieta de Insurgentes. A la cuarta vez que me pincharon le siguió un llanto incomprensible. No hubo ni quinta ni sexta vez, me dio demasiado miedo ir por la vida lagrimeando. Uno va al médico a sentirse mejor, no peor. Quizá debería iniciar el performance de alfiletero.