lunes, octubre 27, 2008

De la obsesión bufandera

Todas las familias tienen una así, supongo. En la mía, es la Tía Lancha. Me gusta pensar que fui su consentida, siempre me prodigó especial atención, primero, porque sólo tuvo hijos varones, y segundo, porque aunque tengo muchas primas, yo fui siempre la más cercana a ella, al menos geográficamente, razón por la que nos frecuentaba mucho. De cualquier manera, se que a todos los primos nos quiere, muy a su manera, porque es un tanto diferente, nerviosa, un pelín exagerada y un tanto aprehensiva, pero de su cariño, de ése no tengo la menor duda.

Siempre me hacía los regalos más exóticos y menos excitantes cuando yo era niña. Recuerdo que después de cada fiesta de cumpleaños, abría con desesperación cada una de las cajas, rompía los envoltorios y clasificaba mis nuevas pertenencias en categorías y luego cada una de ellas, en orden de apreciación (en qué momento dejé de ser tan metódica y ordenada, pues?). A su regalo siempre tenía que abrirle un rubro aparte. De tal suerte, un apartado era para juguetes, que bien podían contener muñecas, juegos de té o juegos de mesa; otro era para ropa: vestidos, chamarras, playeras y alguno que otro accesorio. Las cajas grandes siempre eran reservadas para el final y su regalo siempre venía en una caja de tamaño más o menos considerable. La dotación de todos los años era casi una apuesta segura: Me regalaba unos 4 calzones, tres camisetas de tirantitos para usar debajo de la ropa y algún fondo. Siempre me dejaba fría, aunque también me causaba risa. Algún año me regaló un albornoz floreado, que en su momento me causó la misma emoción que le pudiese causar a un niño helado de limón derretido, pero que a la fecha conservo. Así fue por muchos, varios años.

Ya que estuve un poco mayor, y claro, dejé las fiestecitas con pastel y aguinaldos con motivos infantiles (si, pues, las bolsitas de dulces), cesó la regaladera de ropa interior. Quizá en un ánimo pudoroso, porque creo que a esa altura del partido ya era algo extraño ir a comprar brassieres para la sobrinita, o probablemente porque sabía que ya no usaba fonditos.

Ahora a los familiares sólo nos da regalo por ocasión de la Navidad, todos los años el mismo por lo general: unas tres o cuatro bufandas tejidas por ella. Creo que empieza las labores de elaboración desde febrero para terminar con todos los regalos navideños a buen tiempo. Gran parte de la aceptación de los allegados de la familia también pueden descifrarse por si éste está previsto en la manufactura de las bufandas. El año que tejió una para el que entonces era mi novio, y a quien ella llamaba cariñosamente, pero a escondidas “Bombi”, supe que entonces él ya gozaba de su agrado y bendición. Mi ex novio se quedó un tanto extrañado cuando le di el regalo que mi tía le mandaba, pero agradeció contento el gesto.

A los altos mandos les suele regalar algo adicional a la conocida tradición bufandera. A mi abuela algún año le regaló un tarjetero, sin que a la fecha nadie haya entendido con claridad para qué le serviría a una señora de noventa y tantos años; otro año, si no mal recuerdo, fue un paraguas, cosa que tampoco comprendemos del todo, si consideramos que mi abuela no sale de casa desde que tuvo dificultades con una de sus rodillas y le cuesta trabajo caminar.

Hace dos años, cuando me fui a vivir sola, la Tía Lancha se lució: me regaló unas sábanas de franela. Fue un excelente regalo; entonces yo sólo tenía un juego de cama, nada más; ella también sabe de sobra lo friolenta que soy. Cuando el regalo llegó a mis manos, sabía que nadie tendría cabeza para darme semejante obsequio si no era ella, y lo agradecía todas las noches cuando me metía en mi calientita cama.

Ayer mi hermano llegó a mi casa, a modo de Neo Santa Claus metalero, con una bolsa bastante regordeta. Traía el regalo que mi tía me hacía llegar para la Navidad de este año. Sonreí cuando tomé la bolsa entre mis manos y sin abrirla sabía ya que era. Tampoco me equivoqué, eran bufandas.

Hoy hace mucho frío en la Ciudad de México y el intenso fin de semana me ha dejado un dolorcillo de garganta. La navidad se ha adelantado, hoy mismo estreno regalo y se siente bien. Las bufandas nunca están de más, ni sobran. Este año me descaro y, ya de pasada, pediré calcetines además, sólo ella entenderá.

miércoles, octubre 22, 2008

De andar en el centro fuera de centro

La sensibilidad me brota por los poros ultimamente. Ando decaída, enojada y triste la mayoría del tiempo. De entrada se que mi situación es privilegiada y lo agradezco, pero como la tendencia humana lo dicta, uno siempre quiere algo más y mejor. He iniciado ya la búsqueda de un mejor trabajo, uno que traiga mejores condiciones, incluyendo en el paquete un mejor horario, mejor ambiente y, de ser posible, un mejor sueldo, aunque no dudaría en cambiarme a uno que pague exactamente lo mismo si es que los primeros dos elementos están presentes.

El lunes, ya por la noche veía el reloj esperando que me dejaran ir. Salí ya tarde de la oficina y estaba estresada. La regla es que uno no beba en lunes, pero un wisky no me caería mal y luego que de wisky estuvo bueno, pensé que unas cervezas ayudarían a conciliar el sueño más rápido.

Al día siguiente amanecí cruda y desvelada. Mi jefe estaba estresado y me mandó al centro a entregar unos documentos, supongo también un tanto como castigo a las muchas caras largas que le puse el sábado durante el trabajo. Desde luego, mi inconveniente estado me hizo fruncir el seño al imaginarme en el transporte público y en la apretura propia de la zona.

Ya que cumplí con mi misión, pensé que podría aprovechar para quedarme en algún restaurante de por ahí, comer y curarmela. Así fue, en cuanto me instalé en el localito, pedí una cerveza y unos chilaquiles. Comí con calma, como hace mucho tiempo no lo hacía entre semana, custodiada por tres ángeles (bueno, 3 cuadros de ángeles) que me veían con cara de placidez. De alguna forma, me sentí reconfortada, como si me estuvieran diciendo que lo tomara con calma, que ellos impedirían ser molestada entonces. Me sentí mucho mejor, no sólo de ánimo, la cura también iba surtiendo efectos.

Volví a la calle, a examinar algún que otro detalle de los edificios, a ver pasar a la gente que caminaba rápido, a asomarme a algún callejon por el que seguramente había pasado y jamás me detuve a ver. Llegué a la Catedral y, como parte de la visita turística que en ese momento hacía, tuve a bien meterme a darle una vuelta. Me senté en una de las bancas de la parte más alejada para examinarla, y ahí, en medio de un barullo ligero, entre enormes parades de piedra, pude sentarme a pensar o quizá sólo a sentir.

No se por qué, si fuese inercia, o necesidad, o desesperación, pero ese día recé, no como suelo hacerlo, porque aunque creo en Dios, no creo en las iglesias ni en religiones, así que me he inventado una forma de comunicacion más directa y menos formal, de tal suerte que mis oraciones son "no mames, güey, ya aliviáname, no seas pasado de lanza" ó "Ay, ya echame la mano por esta vez, no la chingues". Pero en esta ocasión, recé como mi abuela me enseño, de forma protocolaria, estricta, formal. Clamé por ayuda, por claridad, por temple, por humildad, por paciencia, por actitud, por todo aquello que depende de mí y que no he encontrado la manera de modificar; pedía por las personas a las que quiero y quise; pedí por ella y también por mí.

Regresé a la oficina pasadas las 6. Oli me dijo que, alarmado por mi estado anímico, pues según a su decir, mi imagen se encuentra relacionada con ojos grandes y sonrisa permanente, rentó películas de comedia para ver si la carcajada se volvía a dibujar en mi cara, al menos por unas horas. La selección fue buena, Novia por compromiso (El valet) y Un Funeral de Muerte, siendo ésta última la que más doblada de risa me tuvo, y que recomiendo ampliamente.

Ayer fue un buen día.

martes, octubre 14, 2008

Del Salmón y las espinas

A lo lejos se escuchaba venir. Ya después era un hecho: Calamaro iba a estar en el DF. Cosas como esas se ven poco, así que, cuando Lear dejó su ticket abierto por su partida, no tardé ni lo que dura un chasquido en adjudicármelo casi sin preguntar, para ir en su nombre y representación y acompañar al querido Rufián.

Debo confesar que en los últimos días he andado con el ánimo por los suelos, si no es que más bien, enterrado. Algunas situaciones laborales que me han hecho entender que los derechos de los trabajadores son una utópica ilusión. Tener que soportar condiciones casi infrahumanas de trabajo, a estas alturas, me hacen pensarme como obrero del siglo XVII o esclavo de señor feudal, me han hecho perder hasta el coraje o las ganas para lanzar algunos buenos gritos, como antes solía hacerlo. Aunque lo estoy disimulando, las últimas 2 o 3 semanas me no han resultado precisamente placenteras.

Aprovechando encontrarme a vísperas del concierto, traía a Calamaro de estribillo diario; un ilusorio escape mental, supongo, a mi ya usual y diario enfurruñamiento producto de pasar 12 horas en la oficina, comer a escondidas y no tener un día de descanso. ¡Qué monserga!.

Sin embargo, el día del concierto amanecí feliz no obstante ser lunes. Todo ese día olvidé los enojos, los sinsabores y la desesperanza. Ese día vería a Calamaro, no necesitaba más. Desde luego, muy temprano empecé a instrumentar las estrategias a seguir (plan B y C) por si mi jefe se pusiera obtuso y no me dejara salir a tiempo para estar puntual a tan ansiado encuentro.

Afortunadamente, llegué más que a tiempo, todavía pude sentarme en las escaleras del auditorio, esperando a Rufián, fumando un cigarro mientras sentía el frío viento colarse por todos lados. La gente llegaba a montones, todos emocionados. Yo también lo estaba, seguramente no más que la mayoría, pero cuando no todo va precisamente bien, uno suele apreciar y agradecer aún más las pequeñas grandes cosas de la vida que nos aceleran el ritmo cardiaco y nos sacan la sonrisa más evidente de los labios.

En cuanto entramos, el Rufián y yo nos dirigimos a la parada obligada: el expendio de alcohol más cercano. Después ya ocupamos nuestros lugares. Era de esperarse que el concierto empezara con El Salmón. Pocas veces había visto el auditorio tan lleno, tan efervescente, tan ruidoso. Todos coreaban las canciones, brincaban, gritaban y aplaudían. Creo parte importante de tanta potencia por parte del público vino de la larga espera por la visita del cantante al país; y bueno, también el hecho de que Calamaro es grande, versátil, entregado. No debe ser fácil componerse un rock, luego armarse una balada cumbiancherona y después aventarse un tango, pero él lo hace, y lo hace bien.

El tiempo era muy corto para darnos gusto a todos con la selección. En realidad, el playlist estuvo de lujo, pero todos hubiésemos cambiado alguna canción por otra, o por varias más, porque en realidad, a todos también nos faltaron unos 5 minutos más (o quizá 2 horas, más bien). Atreviéndome a hablar tanto a título personal como por el Rufián, por nosotros hubiese tocado tanguitos todo el tiempo. Sólo 2 no eran suficientes, aunque, desde luego, en ese momento nuestro ausente se hizo presente y hasta le llamamos por teléfono para que escuchara (sólo Dios y él sabrán si la llamada se recibió). Comprendo que quizá no a todo el mundo le encantaría, pero creo firmemente que a quien le gusta Calamaro, debe gustarle el tango, porque él mismo se ha dedicado a incluir al menos uno en sus discos y a grabar varios.

También creo que uno de los grandes aciertos del autor son sus frases. ¿Quién no ha pensado en decirle a alguien “quiero ser el único que te muerda la boca” o “soy tuyo con mi mayor convicción”?. Personalmente, también he acusado muchos desamores con el Sr. Andrés en más de una borrachera.

A mí me hicieron falta la parte de adelante (sin albur) algo contigo, nostalgias, volver, mano a mano, bueno, insisto, tangos! Aún así, fue un espectáculo fenomenal. Ojalá el Salmón regrese el día menos pensado. Hoy en su página oficial puso que llevaba un buen recuerdo de México (obvio, entiendo que no podía poner algo contrario), pero sí creo que recibió mucho más de lo que probablemente esperaba.

Por mi parte, me olvidé de todo lo que traía en la cabeza. El lunes fue un gran día: Salí temprano (bueno, bueno, huí vilmente, pues), estuve con el buen Rufián, quien siempre me hace reír a carcajadas, tomando cerveza, escuchando a Calamaro y mucha emoción. Salí del concierto liviana como espuma de chela.

Mi querido Lear, te perdiste de uno muy bueno, pero no faltaste del todo. Espero ya no me sigas profesando la ráfaga de odio que me declaraste. Ya quiéreme!