miércoles, enero 28, 2009

De cartas de Navegación

Terminé el martón un poco tarde. La carrera fue intensa, así que aún y cuando ya había llegado a la meta, el impulso me tuvo corriendo un poco más, quizá sea malo parar así de golpe.

No lo oculto: estuve muy contenta mientras la carrera duraba. No tenía porqué ser de otra forma, después de todo, el maratón siempre viene envuelto en un aura de alegría. El problema fue que terminó. Por algún motivo tuve que bajarle un poco a la fiesta.

El año nuevo trajo consigo noticias de mis conocidos: que si fulana ya se fue a hacer un máster a no-se-que-país, que si mengano acaba de agarrar la mega-chamba-que-todos-queremos-tener, que si perengana se acaba de comprometer. Después viene la pregunta incómoda: y tú, qué cuentas de nuevo? -Nada, todo sigue igual.

No pierdo de foco que mi situación no es mala. Tengo un trabajo que me permite pagar la renta y algunos muy buenos tragos. La cosa es que, al parecer, a cierta edad la gente "debe" tener un plan de vida; cosa de la que yo carezco.

No soy buena haciendo cartas de navegación. La vida cambia a cada minuto. O no. Pude haber despertado con ganas de comer pasta y, frente a la carta, cambio súbitamente de idea y pido un filete. Dicen que si quieres hacer reír a Dios, le cuentes tus planes. O está Cristóbal Colón, quien sin pensarlo descubrió un nuevo continente (sí, se que la objeción acá es que él tenía una supuesta ruta para llegar a las Indias) sin tener la intención de hacerlo.

Tanto pensar en planes me ha hecho pensar si realmente es tan malo no tenerlos, lo que a su vez plantea otros terribles cuestionamientos como si debería justo.ahora.ya buscar algo con qué empezar a hacer algo que disfrace al futuro de algo parecido a un terreno más fijo que móvil (cosa que me parece una falacia), o cuántas chupadas se necesitan para llegar al chiclocentro de una paleta de caramelo.

Es problable que mi aparente desidia se justifique con mis delirios de juventud. Pero es cierto: Me siento taaaaan joven que creo que eventualmente llegaré a ver alguna estrella del norte que me indique cuál es el norte o el sur (si eso es lo que busco). Creo que es apresurado pretender saber qué te va a hacer feliz en la vida (toda una vida???!!!) si ésta se encarga de hacernos vivir tantas y nuevas cosas que igual nos pueden hacer feliz. Sin embargo, por otro lado, puede también ser un error pretender ser como el burro que tocó la flauta.

Tanta pregunta (sin respuesta) me lleva a una conclusión: la sobriedad por periodos prolongados no deja nada bueno. No debí haberle bajado al alcohol. Ahora justo voy por un Wisky, ya me cansé de tanto mareo, necesito algo de estabilidad.

miércoles, enero 14, 2009

A mi bisabuela

Nadie sabe realmente su edad, ni ella misma, al menos eso dice. Suponemos (porque hemos llegado a ese consenso) que tendrá pasaditos los cien años. Me ha contado varias veces de cómo era la vida cuando la Revolución y que ella entonces era una niña que tenía miedo de que se la llevaran los revolucionarios.

De su vida en realidad se poco, sólo lo que ella ha querido que sepa. No sé si estuvo casada con el padre de mi abuela o no; pero sé a ciencia cierta que su gran amor fue Pablo, con quien se juntó después. Todavía llora cuando se acuerda de él y le viene a la mente que lo mataron en un accidente en la carretera que construía. Ella se tuvo que hacer cargo entonces de los hijos de él y de la suya.

Otra de sus historias recurrentes es su versión de mi nacimiento. Dice que ya no me reconoce cuando me ve, así que cuando le recuerdo que soy Profana, se queda pensativa y luego me dice: “Claro, eres Profana. Yo fui a conocerte cuando naciste. ¿Ya te conté la historia? Ya sabía que ibas a nacer, entonces, aunque no me gustaba ir a la capital, tenía que ir. Me daba harto miedo estar allá, porque hace frío y hay muchos coches (en esta parte hacía run-run, emulando el ruido de los autos) y creía que me iban a atropellar. Pero le hice como pude y llegué hasta el hospital. No había comido desde un día antes por los nervios y tenía hambre para esas horas. Tu papá me recibió y luego luego le fueron a decir que tú ya habías nacido. Él estaba bien emocionado, entonces me dio pena decirle que tenía hambre. Nos sentamos a esperar y después de un rato nos preguntaron si queríamos conocerte. Nos llevaron a los cuneros. Tú estabas dormida, te pusieron en los brazos de tu papá y abriste los ojos para luego quedarte dormida otra vez (lo genial era que aquí me imitaba durmiendo). Tu papá se te quedaba mirando y mero yo veía que casi quería llorar, pero como que le daba pena porque yo estaba ahí. Luego nos sacaron y nos llevaron al cuarto de tu mamá. Y yo seguía con hambre. Me decidí decirle a tu papá que tenía hambre como a eso de las seis de la tarde, porque ya me crujían las tripas. Así fue cuando naciste y yo pasé casi un día sin comer”. Siempre lo contó con las mismas palabras y a mí me hacía reír mucho que de lo que más se acordara, era del hambre que traía ese día.

Su rutina de los domingos era un ritual. Iba a misa y saliendo de ahí pasaba a la casa a recoger la ropa para irse a lavar. Siempre insistimos que la ropa podía lavarse en casa, pero ella se enojaba y decía seria: En esa lavadora no es igual, para lavar bien la ropa hay que ir al río, yo así le hice muchos años y así voy a seguir”. Tomaba entonces su acostumbrado costalito y volvía ya entrada la tarde con la ropa limpia. Cierto era, ella siempre iba al río, pero también sabíamos que aprovechaba la ocasión para ir a visitar a los hijos de Pablo, que ella había criado como propios y a quienes adoraba muy a pesar de nuestros disimulados celos.

Dejó de ir a lavar al río el día que se tropezó y nunca más pudo ponerse de pie. Casi todos creímos que no duraría viva mucho tiempo más. Nos equivocamos: ha enterrado ya a casi medio pueblo, gente más joven y más vieja que ella.

Aún así, ella sigue enterada de todos y cada uno de los chismes del pueblo. Su mayor alegría es que la gente vaya a platicar con ella, así que cuando la visito, paso tardes escuchando sus chismes, los que de verdad han pasado y los que ella se ha inventado gracias a su demencia senil. Los últimos son los mejores, a veces creo que tanto invento podría dar lugar a una excelente novela, pues todo lo que ha visto y ha vivido hace que sus debrayes tengan color, emoción, drama, risas y olor. Además, como pocas son las veces en que tiene audiencia, es difícil que pare una vez que se le ha soltado la lengua.


Supongo que debido a las dificultades económicas que ha tenido, valora el dinero sobremanera. Cada vez que alguno de sus nietos va a pasar una temporada a casa de mi abuela, me solicita le indique diariamente el parte de los arribos y salidas. La razón es sencilla: cada vez que alguno de mis tíos se marcha le deja un poco de dinero. Por tanto, ella está pendiente de que ninguno de ellos se vaya sin que antes pase a darle su “Navidad”, aunque ella también dice que se siente intranquila si no les da la bendición (claro, claro). En cuanto recibe su dinero, lo mete a su monedero que guarda celosamente en el brassiere de su vestido, como siempre lo ha hecho.

También recuerdo esa vez que ella amenazaba con morirse ese mismo día. Alguno de mis tíos, por seguirle el juego, le dijo que era una pena, pues a la gente que cumplía cien años, el gobierno le regalaba una casa nomás por eso. Cuando escucho semejante cosa, mi bisabuela se quedó en silencio que luego rompió para decir: “Bah, pues, aguantaré un poco más para que me den mi casita”. A todos nos dio risa su súbita mejoría.

Alguna vez, por hacer una broma, alguna de mis primas le fue a inventar que yo estaba preñada, pero que no quería que nadie supiera porque mi hijo no tenía padre. Esa tarde me mandó llamar y me preguntó campechanamente si era cierto lo que le habían ido a contar. Desde luego, yo lo negué. Ella me dijo que no importaba, que no necesitaba ocultarlo más, que ella ya sabía todo, que más bien, ella me había mandado llamar para decirme que si no quería al chamaquito, que lo tuviera y que se lo diese, que ella le iba a hacer sus pañalitos, le iba a dar su biberón, lo criaría y amaría a su niñito. Me dejó callada. Sentí tanta ternura. Me sorprendió que aún con su imposibilidad física y con los años que a cuesta lleva, tuviese todavía los bríos de querer arreglarnos las cosas y que aún conservara el ánimo de luchar por la gente de su familia.

Me avisaron que ya no le queda mucho con nosotros. Más de cien años de vida deben cansar mucho. No sé si alcance a decírselo personalmente, pero sólo quiero agradecerle sus idas al río a lavar mi ropa, sus historias, sus ocurrencias que tanto me hicieron reír, el hambre que pasó por causa de mi nacimiento y sus ganas por seguir ahí para nosotros. Ojalá ahora sí puedas estar con Pablo para siempre. Gracias, Toña, mil gracias.

lunes, enero 05, 2009

De Lunas y fuego

Salió de mi cartera sin el menor asomo de prudencia. No sabía que seguía allí, tampoco recuerdo haberlo sacado desde que me lo diste. Era aquél trocito de papel donde me dibujaste una luna y varias estrellas, te acuerdas?

Yo lo vi como si hubiese sido ayer, cuando todavía tomábamos clases juntos. Fue mientras tomábamos Procedimiento Civil gringo, donde nos sentábamos en bancas contiguas a escuchar los murmullos de las suspicacias que levantaba nuestra sospechosa cercanía, y entre involuntarias introspecciones que la cátedra nos obligaba a tener, con tal de no quedarnos flagrantemente dormidos. Entonces sacaste tu línea, aquella que usabas para impresionar: te conté que yo estudiaba antropología?; y me empezaste a escribir historias, de esas que hablaban de dioses y de tierras sagradas. En esa ocasión en particular, me contaste la historia del sol y de la luna, de aquél dios hermoso que se ofreció a alumbrar la tierra y de aquél otro más bien viejo y feo que también lo hizo, cuyo nombres no recuerdo, y de la hoguera en la que ambos se aventaron para renacer.

El reloj a esa hora nos jugaba bromas pesadas, parecía que lejos de avanzar, retrocedía; así que aunque tu tardaste un buen rato en escribir la historia y yo tardé menos en leerla, todavía quedaba mucho tiempo para podernos ir. Volví a mi introspección y luego voltee a verte con los ojos entrecerrados para quejarme del sueño que tenía mientras hablaban de plaintiffs y discoverys. Tú te pusiste a hacer rayones en la hoja y después me extendiste la mano. Habías dibujado una luna y varias estrellas, y al reverso pusiste “Para que te duermas”.

Así fue. Yo me dormí, no en clase, sino en ese cuadrito de papel que fuimos juntos. Las tardes de clases se acabaron y dieron paso a tardes después del trabajo. Y como en el cuento que me dijiste, iluminabas mis noches y los sueños se venían con ellas; hasta aquél día en que la luna se obscureció en la mesa de una cantina entre alcohol y sonidos de láminas, o de truenos, no recuerdo bien.

Supuse que se lo habían llevado cuando me robaron. La verdad es que tampoco lo volví a buscar desde que lo puse en mi cartera. Pero claro, tenía lógica, ese papel ya no vale nada, era como haberse encontrado una acción de empresa multimillonaria de antaño que después de verse devastada por la depresión del ’29, obligó a su tenedor a ponerse una pistola en la boca, y que no valió más de lo que un trozo de papel después. Así era, un título que ya no podría hacerse efectivo, sin promesa consignada. Así que lo dejaron donde originalmente lo puse.

Ayer que me encontré de nuevo con el pedacito de papel, con su luna y sus estrellas, me acordé de todo eso. Recordé a los dioses en la Ciudad, y tú, que eras el dios grácil que se volvió en luna, seguías apagado. Lo quemé. No había otro final que darle. La hoguera era su destino, así que otra vez, aventé a los dos al fuego para volverme a iluminar. Salí yo, con mis días y mis noches claras.