viernes, junio 27, 2008

De malvados retiros espirituales.

En la primaria siempre me junté con niños. Era la única mujer en su bandita. Aunque no niego que me gustaba jugar con muñecas, cuando se refería a jugar en grupos, siempre consideré muchos más divertidos los juegos propios de los hombres.

Mis papás, cuando fue momento, decidieron cambiarme de escuela para la secundaria. La elección fue un colegio de monjas y sólo para mujeres.

Como suele ser tradición en ese tipo de escuelas, todos los años nos llevaban a un retiro espiritual con el propósito de acercarnos más a la palabra de Dios y al Todopoderoso himself. Los primeros dos años, el dichoso evento duraba un día, de mañana a noche. En tercero la cosa cambiaba, pues se trataba de un fin de semana, comenzando el viernes y regresando el domingo ya por la noche.

Para ser honestos, por mucho que me molestaban esos shows y costumbres plagados del más nebuloso cristianismo, ése viaje sí me tenía contenta. No, no es que tuviese la esperanza de que el Señor ahora sí llegase a tocar mi corazón (agghh, cómo me chocaba esa frase tan usada por las monjas), sino que era la perfecta ocasión para pasar un fin de semana lejos de casa y en compañía de mis amigas, cosa que se antojaba casi imposible a mis catorce años.

Lo único que teníamos que llevar era nuestra ropa (previo pago, desde luego, de una “módica” cantidad monetaria por los gastos propios del viaje), estaba expresamente prohibido llevar radios, walkmans (sí, todavía eran épocas de ésos antiquísimos aparatos), relojes, libros, revistas y, en general, cualquier otro medio que pudiese alejarnos de la vocación religiosa propia de la ocasión. Yo fui más previsora, así que llevé dos maletas: una con mi ropa, sábanas y cobijas; y otra repleta de comida, papitas, pastelitos, refrescos, agua, una botella de ron que había robado de la alacena de la casa y una televisión portátil del tamaño de un walkman.


En cuanto llegamos al humilde (jajajaja) convento que tenía alberca, iglesia propia y una manzana de extensión en Atizapan, nos enseñaron nuestros dormitorios. Era un cuarto gigante, largo, con camas distribuidas como si de sala de emergencias de hospital se tratase. Curiosamente, los lugares ya estaban asignados, y evidentemente, a mi grupo de amigas (que solíamos ser las que iniciaban los alborotos) nos habían puesto en camas totalmente distantes. Me apresuré a entrar para cambiar la ubicación de las asignaciones.

Una vez instaladas, bajamos a cenar. Mi presentimiento respecto a la comida no fue equivocado. Era verdaderamente una mierda. Así que decidí donar mis sagrados alimentos a quien los quisiese. No importaba, yo tenía una pequeña despensa bajo mi cama.

Durante la cena, el obligado plan de escape para ir a recorrer el convento de noche, no se hizo esperar. Se trazó la estrategia de entrada y salida del dormitorio y la ruta a seguir durante la ronda.

De regreso en la habitación, nos escurrimos a un apartado que se encontraba vacío con las maletas de las provisiones. Cenamos y empezamos a brindar con el ron que me robe. Pocos tragos necesitamos para emborracharnos, pues como resulta lógico, poco curtidas estábamos en las artes del alcohol. Guardamos todas nuevamente, ya mareadas. El siguiente paso, era escapar.

No contamos con que la ventana más cercana estaba en la “parcela” de Rosita, una niña cándida y sumisa (de ésas que todo mundo agarraba de su pendeja,) que no veía con muy buenos ojos nuestras andanzas, pero que no se metía con nosotros. A ella se le hizo demasiada peligrosa la empresa y, para a su modo protegernos, nos negó el paso. Comenzamos a disuadirla de que no lo era, pero Rosita se negaba nuevamente. De tal suerte, considerando que ya andábamos medias ebrias, las voces se elevaron poco a poco. En un instante apareció Sor Ardi frente a nosotros, armando tremendo pancho y amenazando con llamar un taxi para regresarnos a nuestras casas esa misma noche. Tuvimos que poner cara de niñas buenas, implorar tolerancia y prometer que el desastre no se repetiría.

Al día siguiente, bajamos a desayunar. Yo preferí atacar la maleta de víveres antes de bajar al comedor. Después, nos llevaron al salón donde se llevarían a cabo las actividades, que como se encontraba lejos del resto del convento, tenía un baño cerca en medio de la nada.

No té que Rosita se metió al baño antes de entrar al salón. Como no había mucha gente viendo, decidí vengar la mala pasada que nos había jugado la noche anterior, por lo que en un ágil movimiento, sin que ella se diera cuenta, puse la traba que se encontraba por afuera y la dejé encerrada. Horas después, empecé a correr el rumor de que alguien se había enfermado del estómago y que había dejado el baño hecho una asquerosidad, por lo que era mejor ir hasta alguno de los baños del convento, en caso de ser necesario. Nadie dudó de mi dicho.

A la hora de la comida, una de mis amigas encontró unos lentes que una monja había dejado por descuido en el comedor. Argumentando que eran de su graduación, los guardó para sí. Después empecé a aventar a mis compañeras las papas que habían servido como guarnición con la comida, que eran bastante duras. Se desató la guerra de comida. Una vez que la lanzadera de alimentos se encontraba en su apogeo, aproveché para escurrirme nuevamente a mi dormitorio para comer algo. Plan perfecto: mi ausencia me hacía inimputable de la autoría de la batalla. También aproveché el momento para hacer intercambios de ropa interior en las maletas de mis compañeritas. Todas fueron reprendidas esa tarde y Rosita, quien seguía en el baño, no comió. Supongo que para esa hora, ya se habría cansado de gritar sin que nadie la escuchase.

Como todas regresaron muy calladitas al salón después de la gritoniza que las madres les pusieron, Rosita jamás oyó su cercanía, y permaneció en silencio. A eso de las 7 de la noche, nos liberaron de las actividades. Pensé en dejar a Rosita encerrada toda la noche, pero mi parte noble me lo impidió, por lo que me acerqué al baño haciendo ruido enorme a modo de que Rosita oyera. Inmediatamente comenzó a gritar. Me paré enfrente de la puerta del baño, solté las últimas risas que pude y después abrí con cara de absoluta preocupación.

Profana: No manches, Rosita. Dónde te has metido? hemos estado súper preocupadas por ti!

Rosita: No, Profanita, es que alguien me encerró en el baño. Y estuve gritando un buen rato, pero como estaban en el salón, nadie me escuchaba.

Profanita: No mames Rosita, qué poca madre! Viste quién fue quien te encerró? Ahora mismo la pongo en su lugar.

Rosita: No, no supe quién fue. En cuanto me metí, sólo oí el portazo, pero no vi nada. Bendito Dios que me has encontrado, me has salvado.
Profana: (con actitud redentora) Si Rosita. Imagina si no hubiese venido yo, hubieras pasado la noche aquí. Vamos pobrecilla, debes morir de hambre. (jajaja, a huevo, estoy a salvo otra vez!)

La cena, para variar, era un asco. Recuerdo bien que era una sopa de aguacate, que era más bien agua con trozos de aguacate. Me resistí a comerla, así que con cara de solidaridad, fui a ofrecerle mi cena a Rosita, quien traía un hambre feroz. Comió la sopa con velocidad extraordinaria. Después nos interrogaron por los lentes que se le habían extraviado a una de las habitantes del convento. La ladrona negó conocimiento de tal hecho, no obstante traer puestas precisamente esas gafas.

Como el plan de escape se había truncado nuevamente por la susceptibilidad que Rosita traía en ese momento, me puse a ver tele. Supongo que algunos ruidos hicieron que mis compañeritas despertaran y fueran a dar el parte policiaco a Sor Ardilla. En cuanto escuché a la monja entrar buscando el culpable, apagué la tele y la deslicé por el suelo al apartado de Rosita. En cuanto encontraron el aparato, regañaron públicamente a la indiciada púber, quien se defendía alegando que la tele no era suya. Sor Ardilla no le creyó, pero confiscó el objeto del contrabando.

No sabría decir a la fecha si fue el susto, el enojo, la mala calidad de los alimentos o la cantidad y velocidad con que Rosita los ingirió; pero a media noche, escuché cómo se salía con apuro de la cama y había entrado al baño del dormitorio dando un nada discreto azotón de puerta. Tras escuchar del otro lado una sinfonía de extraños ruidos estomacales, empecé a preguntar a Rosita, con voz de consternación pero lo suficientemente fuerte para que todos me oyeran, si le había dado chorro. Poco tiempo tardaron todas en despertar para mofarse de la buena Rosita, quien se negaba a salir del baño, mezcla de pena y de aflicción por seguir sin sentirse del todo bien.

Al día siguiente, conversé con Sor Ardi. Le expliqué que yo había llevado la tele para verla en el camión, pero no durante el retiro. Asimismo, le dije que Rosita me la había pedido prestada bajo el pretexto de nunca haber visto antes una televisión de ese tipo; le juré que, de haber sabido que Rosita me la había solicitado con el fin de quebrantar las normas que nos habían impuesto, jamás habría considerado enseñársela siquiera. La monja me devolvió mi preciado bien. Por último, solicité a la monja no regañarla por haberme comprometido con sus faltas de disciplina, pues ya la diarrea de la que era víctima la pobre Rosita, constituía suficiente castigo. La Sor aceptó de buena gana, reconociendo al mismo tiempo mi empatía para con la sufrida compañera. Así me salvé de que Rosita supiera que la que le había puesto la trampa fui yo.

Mientras regresábamos en el camión hacia la ciudad, Rosita fue objeto de cada una de las burlas que pudieron hacerse por motivo de su diarrea; esa burla se prolongó por varios meses. Yo no me acerqué tanto a Dios Nuestro Señor como las monjas lo hubieran querido, pero me divertí como pocas veces lo había hecho. Fue un viaje memorable!

Los lentes de la monja nunca aparecieron; pero ninguna monja fue herida ése fin de semana.

Rosita, hasta el último día de clases, me continuó agradeciendo haberla salvado y liberado de aquélla ocasión en que estuvo encerrada en el baño.

lunes, junio 23, 2008

De consejos

Eran algo así como las 2 de la mañana de ese, bueno, ya domingo, cuando sonó mi celular. La pantalla me avisaba que la llamada era de una buena amiga, así que contesté inmediatamente. Supuse que estaría en alguna tertulia a la que me invitaría. La sorpresa fue que en cuanto le saludé, noté su voz un tanto temblorosa, como si algo le hubiese sacudido gravemente. Me explicó que se había visto con el galán y que habían sostenido una pequeña discusión por alguna de las ya conocidas faltas de cortesía del imberbe ése. Le invité a unírseme a la fiesta en la cual estaba. No se bien cómo le hizo (considerando que ni yo misma sabía bien la dirección del convite), pero llegó. Ya estando ahí, me contó con lujo de detalle los diálogos, gestos, acciones y reacciones de todo el evento. Inmediatamente cuando terminó el relato, soltó las preguntas que suelen mezclarse en estas conversaciones: Necesitaba conocer mis impresiones, deslinde de responsabilidades y modo de proceder. Hice un pequeño análisis de la situación y le expliqué lo que, a mi parecer, debería hacer (o no hacer). Ella, en respuesta, me dijo que tenía razón.

Durante la semana, recibí la invitación de otro amigo para tomarnos un café. A él, tenía algo así como un mes de haberle puesto en su lugar, toda vez que estaba considerando seriamente ir a casi medio mundo de distancia a visitar a una persona que a él le gusta, porque la dama en cuestión, recién se había mudado a esa locación para estudiar un master de 2 años. En esa ocasión, después de plantear correctamente la ecuación que representaban y tomando en cuenta la cantidad de variables (más del lado de la bien amada que del de mi amigo), había concluido que el resultado no podría ser otro que una catástrofe. Sin embargo, en esta oportunidad, sometía a mi consideración una nueva disyuntiva amorosa con otra persona, que aunque también presenta toda una serie de retos, la terminé reconociendo más viable: Le dije que se expusiera en esta ocasión. Desde luego había posibilidades de fallar en el intento, pero ahora si debía “rifarse”, porque el amor, también a veces precisa locura. Él agradeció el consejo, indicando que actuaría en consecuencia.

Después me habló otra persona, quien sostenía un momento de tensa pasividad en su relación. Previa exposición del caso, en pose de actitud salomónica, aconsejé poner las cosas claras sobre la mesa, punto por punto, sin quedarse nada y que, a partir de entonces, tomara una resolución que conviniese a sus intereses. Días después me dijo que se había arreglado todo después de la charla.

Mentiría si digo que no me siento halagada por el hecho de que la gente a mi alrededor me busque solicitando mi punto de vista. Creo firmemente que una de los principales razones de que vivamos en pequeñas “manadas” es, precisamente, la de poder ayudar a aquél que está a nuestro lado. No dudo que cada observación respecto de un mismo hecho sea totalmente válido y que necesitemos de varios ángulos para ver la fotografía completa. Sin embargo, si no es secreto para mis amigos que mi vida amorosa es un completo desastre, si no es que, más bien nula; que actúo de maneras que se encuentran en total contradicción con aquello que pueda parecer lógico o atinado; ¿Por qué, entonces, creen que puedo resolver su vida amorosa? ¿Qué les hace pensar que mi consejo será el basado en buen criterio, y por ende, no tan incorrecto?


Esa otra noche, mientras salíamos momentáneamente de la cantina a fumar un cigarro, mi amigo me acusaba de ser una mala influencia. Decía que era la culpable de que los viernes llegara crudo y desvelado al trabajo. Le empecé a contar mis técnicas para evitar que los jefes se pasaran de lanza con el abnegado y sufrido trabajador los viernes cuando a uno se le atraviesa una parranda un día antes. Se reía al tiempo que me decía que no ponía en tela de juicio el ingenio de mis artimañas.

Al día siguiente, mientras trabajábamos, me sorprendió un agradecimiento suyo en el mensajero diciendo que había aplicado mi “know how” para las crudas en viernes; me decía que le habían funcionado tan bien, que hasta cocas le habían regalado y que la secretaria de su oficina, quien no solía ser un dulce, se había comportado hasta considerada con él.


Entre risas virtuales, le comentaba que no sería capaz de dar un consejo de semejante naturaleza y seriedad si no lo tuviese comprobado. He tratado, en medida de mis posibilidades, de no ser indolente, por lo que suelo aconsejar lo que a mí me ha servido. Justo en ese momento, caí en cuenta de algo.

Aconsejo arrojo, cuando yo jamás salgo de mi zona de confort; incito al diálogo abierto y claro, cuando suelo guardar un montón de cosas que siento en los cajones para que no se noten, aunque me quede con mil cosas en la cabeza; y desde luego que hago aquéllo que a los demás aconsejo de absenerse. ¿Qué por qué soy buena dando consejos en temas amorosos? Fácil! Porque aconsejo hacer todo aquello que yo misma no hago. No podría asegurar que lo que aconsejo será eficaz siempre, pero al menos, es opuesto a lo que yo hago, que puedo saber a la perfección que, de plano, no funciona.

lunes, junio 16, 2008

De holanes y gustos mínimos

Decidimos cambiar de aires. Al más puro estilo del Feng Shui de los antros, algo nos hizo pensar que cambiar de lares mejoraría la diversión. No es que nos hayan dejado de gustar nuestros clásicos, aquellos donde ya nos conoce casi casi hasta el que limpia los ceniceros (que ahora debe estar tan ocioso por la Ley de los fumadores); es simplemente que de repente, se antoja modificar la ecuación para ver a qué nuevo resultado se llega. Así, que en esta ocasión, decidimos mamonear y buscar el barecillo de súper moda, a donde sólo van unos cuantos por lo novedoso del lugar.

Evidentemente, la estrategia a seguir era ir vestidas y arregladas como si a uno le estuviesen esperando para tomarle la foto que eventualmente aparecería en alguna de las páginas de en medio de alguna revista de sociales que tanto abundan. Así que claro, por excepcional vez en la vida, la faena de hojalatería y pintura duró algo así como unas módicas dos horitas. Ya que nos veíamos como gente decente (o sea, era como si me hubiese disfrazado y yo no fuera yo), nos dirigimos al lugar.

La puerta estaba a reventar entre la gente que quería entrar y aquélla que había salido a fumar un cigarro. No tuvimos problema para pasar. El lugar era bastante lindo y la gente que en él estaba no era de mal aspecto. Llegamos a pedir nuestros tragos (primero lo primero), y después nos dedicamos a cazar lugar, en obvio de que el establecimiento estaba a su máxima capacidad. En cuanto encontramos asiento, me puse a examinar el bar y su comitiva.

Mientras paseaba la vista por cada personaje que se encontraba ahí reunido, no pude evitar reprimir el deseo de quitarme la chamarra. Es que las nuevas generaciones son algo especial. ¿Cuándo la talla 7 comenzó a ser de obesos? Parecía que la talla para el concepto de complexión mediana, ahora resultaba ser la 5, de esas niñas que podrían ponerse a dieta, pero no lo hacen. Sin duda, ahora la gente delgada usa 3 o menos. Serán todas la niñas de 23 o menores anoréxicas? o entonces, que alguien me explique cómo demonios le hacen para estar taaan delgadas!

Los zapatos, también merecen glosa aparte. En obvio de los lluviosos días en que últimamente se han hospedado en la ciudad, confieso mi absoluta necesidad de zapatos cerrados y las botas. Generalmente, no uso tacones porque, en realidad, no son cómodos y no me cabe en la mente que la gente los use todo el día y mucho menos, que se dispongan a pasar largo rato parados sobre ellos o, peor, a bailar toda la noche en esas condiciones. Sin embargo, también observé que las niñas que asistieron al lugar traían, casi a modo de uniforme, zapatos de tacón altos (qué digo altos, altísimos), y también, que entre más extravagantes eran éstos, más cotizada se sentía su portadora. Ahora, para las nuevas generaciones, poco importa el hecho de que ante su excesiva delgadez, las piernas luzcan por sus medidas más bien como brazos y se vea ridículo que los zapatos sean enormes y hagan más evidente el hecho de que dichas piernas son huesudas y nada torneadas.

Creo que ya estoy vieja. Aunque nací y fui niña durante los 80’s, donde la moda fue absolutamente decadente por su exageración, en realidad, probablemente la etapa que me hizo considerar y construir mis vértices de lo que considero como "lindo" en cuestiones de outfit, fue el llamado “minimalismo”, donde menos era más. Los zapatos eran discretos; la ropa era de líneas simples, pulcras, lisas y el estampado en realidad era no tan recurrido; y los accesorios no tan necesarios y casi imperceptibles, pequeños y sencillos. Ahora me cuesta trabajo lidiar con estas nuevas modas, esto de que hayan vuelto los holanes, las lentejuelas, las chaquiras, los accesorios enormes, los estampados gigantes, los mallones (¿??) las plataformas y los zapatos casi sacados de los 70’s, los maquillajes casi teatrales y algunos peinados en donde se utiliza el conocido “crepé”; simplemente me deja en clara desventaja en lo que “estar a la moda” se refiere. Para mí, es demasiado, casi un estilo barroco de lo mucho que ahora se necesita.

No niego que el ambiente en el lugar era excelente, que la gente estaba verdaderamente divertida y hasta envanecida por estar en el bar-lounge de moda; que se adoptaban poses que luego se perdían en el alcohol, pero nunca se dejaba el estilo. La noche, sin embargo, en ese lugar no se acaba tarde. Así, que ante la negativa de regresar a casa temprano, decidimos hacer parada en uno de los recurrentes bares que visitamos. Me sentí mucho mejor, es más fácil estar donde uno domina… y ser reina tuerta entre los ciegos, tiene sus ventajas.

Si regresan las hombreras gigantes y los pantalones bombachos, habrá que tomar medidas extremas... ya no soy joven!!!!

lunes, junio 09, 2008

A veces hace falta

Me causa un conflicto vivir sin su aprobación. Jamás fue represivo y mucho menos juez, siempre me dejó tomar mis decisiones, aún y cuando de primer momento ponía cara de “qué demonios se te ocurrió??”, el hecho es que siempre estaba ahí. Me dejaba caer, pero nunca dudó en levantarme.

No se qué tanto me haya entendido o no. A mí me gusta pensar que es quien me ha conocido en todas mis facetas, que al final, buenas o no, siempre me dejó ser. Había cosas que le platicaba que seguramente no entendía, pero conocía bien el arte del disimulo, y entonces, sólo me miraba con tanta fijación y asentía, haciéndome casi sospechar que me leía la mente, aunque yo supiera que no entendía un carajo de lo que le hablaba. Cuando terminaba mis relatos, me regalaba una sonrisa tímida que me gritaba su orgullo, a veces nada más la sonrisa era de medio lado, pero eso era más que suficiente para mí, porque ese pequeño ademán significaba el mundo entero, era mi parámetro de que lo que hacía valía la pena.

Como es natural, también me equivoqué más mil veces. A él parecía importarle mucho más arreglar las cosas que el error en sí. Eso me daba tremenda confianza, sólo 2 cosas de mi vida jamás le confesé: la vez que choqué su coche porque en realidad, lo había robado; y que mucho tiempo estuve enamorada de un hombre que me llevaba 11 años. Fuera de eso, no hubo tema que no pudiésemos platicar. Siempre me salía con una frase que me ayudaba. Me apaciguaba, y luego, me dejaba arreglar las cosas con la cabeza más fría. Él siempre fue muy analítico.

Hoy sigo preguntándome qué pensaría de mi vida tal cual es ahora. A veces pienso que estaría feliz de saber que vivo sola, pues, a su manera, el también tomó una decisión parecida; por lo que, a veces, creo que al menos me entendería. Otras veces, pienso que no estaría tan contento, probablemente a él no le hubiese gustado que yo pasara por lo que él tuvo que conocer. Muchas veces me falta su consejo; algunas otras, sus historias; tampoco me ha sido fácil carecer de esa mueca de aprobación y orgullo. En ocasiones, más de las que me gustaría reconocer, me hace falta el increíble reflejo que sus ojos me regresaban, como si se tratasen de espejos embellecedores. Lo cierto es que lo que más extraño, es estar con él, ya sea viendo la tele o estar haciendo algo juntos, añoro que me lea un libro; pero sobre todo, me hace falta estar con él en el mismo cuarto, con ruido o sin él, platicando sin decirnos una sola palabra, porque ellas, nunca nos hicieron falta en realidad.

Y hoy, después de tanto tiempo, de haber hecho y desecho, a sabiendas de que ya no está, sigo volteando para ver si por alguna casualidad de la vida, le veo el gesto, sólo por sentir que todo va bien, o que todo pasará eventualmente.